3-1-02
Siguen
la fiebre y las convulsiones expectorantes, además del ardor insoportable de la
faringe. La realidad de la enfermedad, los sudores, los temblores súbitos, los
escalofríos, el entumecimiento y la torpeza general sí que tienen una entidad
que aún no logra encontrar el Clonista en el reto chulesco de Ibarretxe, el
desangelado figurante de Star Trek. Mala película la suya, a fe. Como espectacular
lo ha sido, por el contrario, la de esos jóvenes australianos que han creado
sus efectos especiales mediante la extensión del incendio que encapota Sidney
de ceniza y pavor. De todos los fragmentos impresos que han acompañado al Clonista
en la realidad de su pereza turbia de hoy, ninguno tan vivo como el juego
dramático del perrito mestizo que, entre bromas y veras, o váyase a saber cómo,
desgarra a su vieja dueña las varices de una pierna y consigue que muera
desangrada. La agonía romana de esa mujer, mientras su mejor amigo no entendía
nada de nada y quizás ladraba como solo los humanos sabemos hacerlo frente a lo
que nos desconcierta, debió ser un momento de insólita suspensión temporal. El
Clonista lo ve todo en silencio: la mujer, incapaz de moverse; el perro,
saltando y ladrando, sin que se oiga ni la sombra de un decibelio, alrededor
del pesado corpachón de su ama. Ahí sí que la realidad, aun narrada, sacaba
arrestos para imponerse. En el lamentable estado del Clonista, una película de
exultante morbosidad, Crash, de
Cronenberg, ha sido capaz, como lo hiciera la primera vez que la vio, de
mantenerle en una erección desafiante, cuando la fiebre le tiene de un
morcillón desesperante. ¡Qué sensación tan extraña, ésta de sentirse castrado mientras
la fiebre te impone su realidad escalofriante!
También volvió a gustarme Crash en mi segunda vez
ResponderEliminarPerturbadora como pocas, ciertamente...
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