domingo, 1 de marzo de 2015

3-1-02

            Siguen la fiebre y las convulsiones expectorantes, además del ardor insoportable de la faringe. La realidad de la enfermedad, los sudores, los temblores súbitos, los escalofríos, el entumecimiento y la torpeza general sí que tienen una entidad que aún no logra encontrar el Clonista en el reto chulesco de Ibarretxe, el desangelado figurante de Star Trek. Mala película la suya, a fe. Como espectacular lo ha sido, por el contrario, la de esos jóvenes australianos que han creado sus efectos especiales mediante la extensión del incendio que encapota Sidney de ceniza y pavor. De todos los fragmentos impresos que han acompañado al Clonista en la realidad de su pereza turbia de hoy, ninguno tan vivo como el juego dramático del perrito mestizo que, entre bromas y veras, o váyase a saber cómo, desgarra a su vieja dueña las varices de una pierna y consigue que muera desangrada. La agonía romana de esa mujer, mientras su mejor amigo no entendía nada de nada y quizás ladraba como solo los humanos sabemos hacerlo frente a lo que nos desconcierta, debió ser un momento de insólita suspensión temporal. El Clonista lo ve todo en silencio: la mujer, incapaz de moverse; el perro, saltando y ladrando, sin que se oiga ni la sombra de un decibelio, alrededor del pesado corpachón de su ama. Ahí sí que la realidad, aun narrada, sacaba arrestos para imponerse. En el lamentable estado del Clonista, una película de exultante morbosidad, Crash, de Cronenberg, ha sido capaz, como lo hiciera la primera vez que la vio, de mantenerle en una erección desafiante, cuando la fiebre le tiene de un morcillón desesperante. ¡Qué sensación tan extraña, ésta de sentirse castrado mientras la fiebre te impone su realidad escalofriante!

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