19-8-02
De la
bufonesca despedida de ayer, la realidad le enderezó a Clonista su achicado
pronóstico, por un lado, y, por otro, se le hizo presente la ausencia del curso
de realismo abreviado que son los ¿chistes? de El Roto, al menos en la edición
murciana -¿debería hablar de realidad murciana?- con que investiga este
aventurero que bien podría acabar, a poco que se descuide, convirtiéndose en
uno más de los afables mentirosos del Arco Largo. Levantarse a las 7’45 a.m. un
martes de agosto, día 20, tras haberse acostado a las 3’00 a.m. es uno de esos
disparates a que obligan las reparaciones domésticas en las segundas
residencias, propias o ajenas, y aventuras clónicas como la presente. Hoy se
juntan las dos, pero Clonista comienza por donde debe, tras haberse preparado
un café bien cargado. Si el domingo ya se apreciaba físicamente la anorexia
veraniega de la realidad prensada, casi directamente proporcional a la bulimia
estival de sus consumidores, dispuestos a engullir lo inverosímil, como en las
navidades, los lunes la cuestión alcanza ribetes de exageración. La ingenuidad
de Clonista le ha llevado a pensar si, de camino a casa, se le había caído
algún suplemento, la Revista de Agosto, o algunas secciones
se le habían quedado enganchadas en la pila de los ejemplares al tirar del leve
lomo de su cuerpo desencuadernado y se habían quedado aguardando allí, solas,
para extrañeza de algún futuro lector,
si lo hay. Del achicado pronóstico lo desvió una noche de cine al aire libre
con la magnífica sorpresa de la película de Rodrigo García, Cosas que diría con solo mirarla.
Factura americana para una película europea, aunque con Altman al fondo, entre
otros. Buenas historias, excelentes encuadres, una luz fría con fondos
minerales, unas interpretaciones brillantísimas, sobre todo de Holly Hunter,
aunque también del resto de actrices, pues todas son historias de mujeres. Las
diferencias de cultura cinematográfica las advirtió Clonista en tres
espectadoras de mediana edad que siguieron al pie del fotograma la primera
película del programa, Infiel, con un
Richard Gere al que el nombre de actor no es que le venga grande, sino ajeno,
y, sin embargo, se salieron de la de García que, a diferencia de la otra, iluminaba
la pantalla con una visión de la mujer sin contemplaciones, podría decirse, a
fuer de paradójico. Desvíos como éste son placenteros para Clonista, pero le
apartan del inaprehensible objetivo de su aventura, bastante más mediocre, o
demediado. Dos realidades bien dispares le saltan a la vista al esforzado Clonista.
Una: la banca ha perdonado a los partidos políticos deudas de 19 millones de
euros entre los años 1997 y 1999. Dos: se cumple el vigesimoquinto aniversario
de la muerte de Groucho Marx. El resto de las realidades prensadas dignas de
aparecer en su escaparate podrían consumirse ahí mismo, sin necesidad de abrir
el melón y catar lo previsible. He ahí uno de los grandes enemigos de Clonista
y de su esfuerzo: la previsibilidad. En principio creyó que lo propio de lo
real es la sorpresa, a veces la novedad, el giro brusco, lo inesperado; pero a
medida que han ido pasando los meses de este tiempo clónico, casi podría llegar
a la conclusión contraria: la realidad es, sobre todo, aquello que jamás sorprende.
¿A quién le sorprenderían esas estupendas relaciones de la banca con los
partidos políticos? ¿A qué hijo de vecino le ha perdonado la banca jamás un
crédito, si Clonista ha conocido noticias como la del embargo de la vivienda de
un par de jubilados –o parados de larga duración, no lo recuerda bien ahora
mismo– por no haber podido hacer frente
al pago de las letras de un televisor, y ello a instancia de una entidad
bancaria? ¿Qué lector necesita irse a la página correspondiente para saber que
nadie perdona una deuda así como así, por la cara bonita, y que esos regalos
envenenados ponen seriamente en entredicho el sistema democrático? ¿Y qué fue
lo juzgado y condenado de Filesa, lo perdonado de Naseiro y compañía –por
cierto, ¿no andaba Zaplana en esa santa compaña?– o lo archivado del escándalo
leonés o zamorano –que tampoco lo recuerda bien- de la construcción, pagos a
Aznar incluidos, comparado con esa perversa caridad cristiana de los bancos? Al
final todo acaba reduciéndose a las verdades del barquero, lo real y lo
imaginado, pero sobre todo lo real, y se escucha en muchas versiones, pero Clonista
siempre ha preferido la de Quevedo, incluida la versión musical de Paco Ibáñez,
un desencantado pesebrista –in péctore– gracias
a la indiferencia pijoprogre de
los primeros gobiernos socialistas, que no le financiaron no recuerda ya Clonista
qué proyecto de carpa a lo barraca lorquiana, o algo parecido. En efectivo:
poderosísimo caballero es don dinero, el único que tiene el don de dar
poder. Por el mundo, que tan irreal
siempre le acaba pareciendo no solo a Clonista, sino a cualquiera que, desde
cualquier rincón, como este de San Pedro del Pinatar, por ejemplo, se asoma a
su versión prensada, acaban sucediendo cosas tan próximas que parece una
extravagancia el hecho de que se revistan de tantas diferencias inventadas
diríase adrede, como decía Shopenhauer que se inventaron las cartas: para que
los tontos, a falta de ideas, tuvieran algo que intercambiar. En Brasil, “todos
los candidatos menos Lula recurren en su campaña al apoyo de las protagonistas
de los culebrones” lee Clonista, y se acuerda de las bonitas campañas españolas
de todo signo político con los “artistas” invitados a glosar las maravillas de
este o aquel partido político con unas irresistibles convicciones publicitarias
y, en los casos más populares, como un triste y patético peaje laboral
dragoniano. El inefable Chávez, a cuya dictadura política le han robado el
burdo juego de palabras para la futura novela que le inspire a alguien, porque
ni hay fiesta ni será del chivo, continúa azuzando a los suyos, en un
“contraataque revolucionario”, contra el Tribunal Supremo. Él, el supremo
anfitrión de la voluntad popular, ¡qué carajo ha de tragarse el sapo que, en un
momento de debilidad que los suyos no le perdonan, dijo que se tragaría! Lo curioso es que se le haya ocurrido, a
Chávez, que, para darlos a conocer al pueblo, a los magistrados supremos, se
deba “publicar un libro con sus rostros.” Clonista reconoce sus limitaciones
literarias y los enrevesados caminos de la palabra de los mandamases, pero no
acaba de captar la idea editorial, sinceramente. ¿Libro o pasquín? Para Clonista no es ningún alivio salir de
Chávez y entrar en Argentina, la verdad, máxime después de leer un fragmento de
uno de los capítulos de los muchos libros de los horrores que han escrito a lo largo de la historia de la
humanidad todos los asesinos mandamases y sus serviles secuaces que ha habido.
Se trata de la conversión en museo del campo de concentración de Buenos Aires,
El Atlético, algo así como el memorial de Auswichtz. A Clonista no le extraña
que Sábato, la antítesis de Jorge Guillén, pongamos por caso que no viene a él,
se hubiera sumido en una profunda depresión, combatida pictóricamente, tras
haber presidido la elaboración del informe sobre el genocidio llevado a cabo
por los militares argentinos contra sus propios compatriotas. Esta dolorosa realidad le recuerda a Clonista
que aún no se ha escrito, entre las muchas historias que se hacen sobre
cualquier aspecto de la realidad, una historia de los horrores de la humanidad.
Quizás sea una idea absurda porque, en realidad, el horror forma parte de la
vida cotidiana y, en una u otra medida, es algo tan humano como cualesquiera
otras de las manifestaciones que nos identifican como tales. ¿Qué decir de esa
entente cordiale entre los militares usamericanos e Irak, bajo el mandato
Reagan, cuando la ahora convertida en el Satán viceverso de Usamérica guerreaba
contra Irán, armas químicas incluidas? Las personas realistas suelen burlarse
de los lectores asiduos de la realidad prensada, y consideran signo de
ingenuidad e inmadurez que tengan ese hábito y, sobre todo, que se crean que
algo que viene en “los papeles” sea cierto. Clonista sufre –y quiere decir
exactamente “sufre”– muchas veces la
tentación de darles la razón, y no como a los locos. De vuelta a la realidad
patria, tan poco prolífica como dispersa en época veraniega, tropieza Clonista
con una queja que forma parte de la campaña de oposición al goppierno: el Bronx ceutí, la barriada El Príncipe,
según el redactor Fuertes, es “una zona
del territorio español que se está abandonando a un funcionamiento propio,
ajeno al Derecho de los demás.” ¡Y creía Clonista que era la encarnación de la
ingenuidad! Que los coches se comen las autovías y las autopistas no es noticia
de estío, pero es típica de los días previos a los grandes atascos de las
operaciones regreso a los infiernos de las ciudades inhumanas y de la
esclavitud laboral. El goppierno quiere pasar de ocho a trece mil kilómetros de
autovías y autopistas, pero no se sabe de dónde saldrá el presupuesto para
ello. Parece ser que ni la promesa de pingües beneficios futuros –¡menuda
errata: furturos, de furto, de
hurto... se le había destecleado al clonista!– empuja a los inversores privados...
¿Cómo puede ser noticia que las
compañías de teléfonos no les rebajen las facturas a los clientes?
Decididamente, si hay un gordo de navidad en verano, debe ser que también hay
el Día de los Inocentes de rigor.
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