jueves, 7 de enero de 2016

3-11-02

     De nuevo otro domingo, pero nunca nuevo, como tampoco lo fue el primero de este año 2. No hubo ninguna razón para escoger el año 2 en vez del tres, más concluyente, o del 1, tan inaugural. Quizá desde el subconsciente del clonista aflorara el recuerdo de aquella película belmondesca y banal de las Gracias y desgracias de un casado del año 2 o algo así. Con todo, está contento Clonista  con el título, por más que ningún año sea motivo especial para estarlo, tal y como están las cosas; y quizá menos en este que, si no inaugura el milenio, sí que es el primero de la  Guerra Mundial Globalizada contra el terror quedo en las formas y Qaeda en los efectos. ¿Afectos? Pocos, andan extraviados. La campaña electoral continúa librándose en el escenario mediático. Y El País empuja lo suyo. Han prohijado al buen José Luis y quieren hacerlo Presidente. En la diagonal irracional de las estadísticas, comparte página con la zapateta, una muestra de los sentimientos de identificación geográfica –y, por ende, política-  de los jóvenes: el 60% se lo lleva el barrio, el pueblo o la ciudad; el 14% se lo lleva España; el 10% se lo lleva la comunidad autónoma. La ciudadanía “del mundo” conquista un ridículo 8% , y Europa apenas logra un miserable 2%. ¿Quién le teme al lobo feroz de la globalización, además de John Berger? Enseguida llegamos a él. Uribe se asombra, con una ingenuidad rayana en el lapsus delator, de que la justicia no comparta con el poder político decisiones acerca de a quiénes debe excarcelar, sobre todo cuando se trata de capos del narcotráfico. Lo de la división de poderes no debe ser un artículo de fe de su credo político, sin duda. Con una simplificación que Clonista desea que no sea cierta, un análisis de la Turquía que vota revela que la fractura social entre pobres y ricos se solapa con la fractura religiosa entre islamistas y laicos. ¡Cómo han sabido siempre abrirse paso entre los indigentes los dueños de la retórica y de los paraísos!  Ya estamos con Berger, a quien acompañamos de corazón en su artículo ¿Dónde estamos?, pues a nuestro corazón lo dirige. Retoma el autor la vieja teoría política de la conspiración universal, tan montalbanesca, y enseguida identifica al enemigo: “desde las 200 multinacionales más grandes hasta el Pentágono”, cuya tiranía es “compacta y cerrada, pero difusa; dictatorial, pero anónima; ubicua, pero materialmente ilocalizable.” A Clonista le satisface que haya recogido el guante de la despiadada indiferencia del enemigo ante males universales como el sida, cuya extensión podría limitarse con la financiación de 800 millones de preservativos, lo cual representa, en las cuentas de los países ricos, una minucia, pura calderilla. La ley del beneficio es la que rige la relación de los poderosos con el mundo, no la de la solidaridad universal. Berger lleva toda su argumentación sobre la dictadura globalizadora que sufrimos a una conclusión de manual: “la nueva tiranía, al igual que otras también recientes, depende en gran medida de la violación sistemática del lenguaje.” De hecho, los ciudadanos, según Berger, no somos, para esa tiranía, sino consumidores y “quienes no pueden comprar[...]son anticuadas reliquias de otra era”, como los asesinados republicanos asturianos en la Guerra Civil, en casi calcada expresión de un representante indirecto y lacayo muy menor de esa tiranía.  Berger propone que reclamemos las palabras que nos han robado, pues con ellas, y eso ya lo añade Clonista, nos han robado la realidad, aunque nos la devuelven en forma de realidad prensada, por ejemplo, y más aún en forma de realidad televisada, ¡y líbrele cualquier todopoderoso misericordioso a Clonista de lanzarse a la desatinada aventura de seguir esta última realidad, tan deprimente, todo un año! Si su salud mental a duras penas está aguantando la presión de esta clónica descabellada, de esta aventura a su modo quijotesca, ¿qué sería de su debilitado y muy mermado equilibrio psicológico en aquel delirio torturador? A Clonista le duele que la desolación de Berger le lleve a comprender “toda forma de protesta” y a constatar que el diálogo es imposible. Cierta ingenuidad sobre que a las cosas hayamos de llamarlas “como es debido” pone punto final a una reflexión tan doliente como vaga, mas bienintencionada. Dos zetas compiten en una misma parcela de realidad: Zapatero continúa prometiendo regeneración política; Zaplana sigue de atildado y profidéntico vendedor ambulante de ilusiones de medio pelo. Por si la encuesta sobre la identificación afectiva de los jóvenes no fuera bastante, el día de hoy se ceba en los adolescentes y un reportaje indaga sobre la conflictividad de ese “colectivo” que alberga desde los doce a los dieciocho años, haciendo hincapié en su proclividad a la violencia como “forma de expresión”. La televisión y los chat de internet son ámbitos de socialización más importantes que la familia y la escuela, de lo cual es fácil deducir que la capacidad de asimilación de la vulgaridad de esos jóvenes es directamente proporcional al capital empleado por la industria, y la del ocio en primer lugar, para conseguir futuros -¡y presentes!- dóciles consumidores entusiastas, como denunciaba Berger. Un déjà vu curioso: ¿la entrevista a Álvarez Junco no había sido ya publicada? Clonista tiene toda la sensación de haberla leído con anterioridad, así como incluso de haber visto una de las dos fotografías que la ilustran. Lo que no hará Clonista -¿O sí!- es repasar la clónica para cerciorarse de que se trata de una simple ilusión ópticointelectual. Quizá en la relectura de corrección, a partir del 2 de enero de 2003, se aclare el asunto. Hoy, día 3 de noviembre, ha sido un domingo pródigo en excelentes reflexiones: Berger, Álvarez Junco y, para completar la tríada, Jiménez Lozano, cuya defensa del periodismo antiguo, cuando una redacción no era una verbena, sino un lugar lleno de vida, y hasta de cierto bullicio creativo, supone una crítica al actual, cuyas redacciones “resultan tan tristes”. Pues Clonista puede confirmar que el “producto” final sale contaminado de esa tristeza gris marengo que, por supuesto, acaba tiñendo a quienes se pasean por las páginas de ese bazar en el que la realidad ni se compra ni se vende, se transforma.

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