3-11-02
De nuevo otro
domingo, pero nunca nuevo, como tampoco lo fue el primero de este año 2. No
hubo ninguna razón para escoger el año 2 en vez del tres, más concluyente, o del
1, tan inaugural. Quizá desde el subconsciente del clonista aflorara el
recuerdo de aquella película belmondesca y banal de las Gracias y desgracias de un casado del año 2 o algo así. Con todo,
está contento Clonista con el título,
por más que ningún año sea motivo especial para estarlo, tal y como están las
cosas; y quizá menos en este que, si no inaugura el milenio, sí que es el
primero de la Guerra Mundial Globalizada
contra el terror quedo en las formas y Qaeda en los efectos. ¿Afectos? Pocos, andan
extraviados. La campaña electoral continúa librándose en el escenario
mediático. Y El País empuja lo suyo.
Han prohijado al buen José Luis y quieren hacerlo Presidente. En la diagonal
irracional de las estadísticas, comparte página con la zapateta, una muestra de
los sentimientos de identificación geográfica –y, por ende, política- de los jóvenes: el 60% se lo lleva el barrio,
el pueblo o la ciudad; el 14% se lo lleva España; el 10% se lo lleva la
comunidad autónoma. La ciudadanía “del mundo” conquista un ridículo 8% , y
Europa apenas logra un miserable 2%. ¿Quién le teme al lobo feroz de la
globalización, además de John Berger? Enseguida llegamos a él. Uribe se
asombra, con una ingenuidad rayana en el lapsus delator, de que la justicia no
comparta con el poder político decisiones acerca de a quiénes debe excarcelar,
sobre todo cuando se trata de capos del narcotráfico. Lo de la división de
poderes no debe ser un artículo de fe de su credo político, sin duda. Con una
simplificación que Clonista desea que no sea cierta, un análisis de la Turquía
que vota revela que la fractura social entre pobres y ricos se solapa con la
fractura religiosa entre islamistas y laicos. ¡Cómo han sabido siempre abrirse
paso entre los indigentes los dueños de la retórica y de los paraísos! Ya estamos con Berger, a quien acompañamos de
corazón en su artículo ¿Dónde estamos?,
pues a nuestro corazón lo dirige. Retoma el autor la vieja teoría política de
la conspiración universal, tan montalbanesca, y enseguida identifica al enemigo:
“desde las 200 multinacionales más grandes hasta el Pentágono”, cuya tiranía es
“compacta y cerrada, pero difusa; dictatorial, pero anónima; ubicua, pero
materialmente ilocalizable.” A Clonista le satisface que haya recogido el
guante de la despiadada indiferencia del enemigo ante males universales como el
sida, cuya extensión podría limitarse con la financiación de 800 millones de
preservativos, lo cual representa, en las cuentas de los países ricos, una
minucia, pura calderilla. La ley del beneficio es la que rige la relación de
los poderosos con el mundo, no la de la solidaridad universal. Berger lleva
toda su argumentación sobre la dictadura globalizadora que sufrimos a una
conclusión de manual: “la nueva tiranía, al igual que otras también recientes,
depende en gran medida de la violación sistemática del lenguaje.” De hecho, los
ciudadanos, según Berger, no somos, para esa tiranía, sino consumidores y
“quienes no pueden comprar[...]son anticuadas reliquias de otra era”, como los
asesinados republicanos asturianos en la Guerra Civil, en casi calcada
expresión de un representante indirecto y lacayo muy menor de esa tiranía. Berger propone que reclamemos las palabras
que nos han robado, pues con ellas, y eso ya lo añade Clonista, nos han robado la
realidad, aunque nos la devuelven en forma de realidad prensada, por ejemplo, y
más aún en forma de realidad televisada, ¡y líbrele cualquier todopoderoso
misericordioso a Clonista de lanzarse a la desatinada aventura de seguir esta
última realidad, tan deprimente, todo un año! Si su salud mental a duras penas
está aguantando la presión de esta clónica descabellada, de esta aventura a su
modo quijotesca, ¿qué sería de su debilitado y muy mermado equilibrio
psicológico en aquel delirio torturador? A Clonista le duele que la desolación
de Berger le lleve a comprender “toda forma de protesta” y a constatar que el
diálogo es imposible. Cierta ingenuidad sobre que a las cosas hayamos de
llamarlas “como es debido” pone punto final a una reflexión tan doliente como
vaga, mas bienintencionada. Dos zetas compiten en una misma parcela de
realidad: Zapatero continúa prometiendo regeneración política; Zaplana sigue de
atildado y profidéntico vendedor ambulante de ilusiones de medio pelo. Por si
la encuesta sobre la identificación afectiva de los jóvenes no fuera bastante,
el día de hoy se ceba en los adolescentes y un reportaje indaga sobre la
conflictividad de ese “colectivo” que alberga desde los doce a los dieciocho
años, haciendo hincapié en su proclividad a la violencia como “forma de
expresión”. La televisión y los chat de internet son ámbitos de socialización
más importantes que la familia y la escuela, de lo cual es fácil deducir que la
capacidad de asimilación de la vulgaridad de esos jóvenes es directamente proporcional
al capital empleado por la industria, y la del ocio en primer lugar, para
conseguir futuros -¡y presentes!- dóciles consumidores entusiastas, como
denunciaba Berger. Un déjà vu
curioso: ¿la entrevista a Álvarez Junco no había sido ya publicada? Clonista
tiene toda la sensación de haberla leído con anterioridad, así como incluso de
haber visto una de las dos fotografías que la ilustran. Lo que no hará Clonista
-¿O sí!- es repasar la clónica para cerciorarse de que se trata de una simple
ilusión ópticointelectual. Quizá en la relectura de corrección, a partir del 2
de enero de 2003, se aclare el asunto. Hoy, día 3 de noviembre, ha sido un
domingo pródigo en excelentes reflexiones: Berger, Álvarez Junco y, para
completar la tríada, Jiménez Lozano, cuya defensa del periodismo antiguo,
cuando una redacción no era una verbena, sino un lugar lleno de vida, y hasta
de cierto bullicio creativo, supone una crítica al actual, cuyas redacciones
“resultan tan tristes”. Pues Clonista puede confirmar que el “producto” final
sale contaminado de esa tristeza gris marengo que, por supuesto, acaba tiñendo
a quienes se pasean por las páginas de ese bazar en el que la realidad ni se
compra ni se vende, se transforma.
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