22-3-02
La
respuesta democrática de los grandes partidos es buscar legal y
constitucionalmente la ilegalidad de quienes se amparan en la democracia para
acabar con ella. Arzalluz -arúspice
máximo del nacionalismo vascongado, sibila todopoderosa y político de cuya
cabeza no cuelga ninguna diana, de ahí su diáfana verborrea mamporrera- dice que no se puede dejar sin representación
política a los votantes de Batasuna, que es una barbaridad. Lo bueno de
Arzalluz es que sus mensajes son tan claros como su Rh y de una lógica muy
similar a la de los benditos que dieron pie específico en origen a la
clasificación sanguínea. Pero ahí sigue, terne. A Javier Rojo se le subieron
los arrestos y marcó una senda transitable e inexplorada ya abierta en su día
cuando a votantes batasunos les hicieron el vacío comercial en las tiendas de
su propiedad. Aprobar la sangre no puede salir gratis, y hay votos que son balas
y cargas explosivas y bombas lapa, ¿o aquello del silencio cómplice se ha
inventado ayer?, ¿o no se ha otorgado siempre al callar? Votar, sin embargo, es
hablar muy claro. Clonista lamenta el arrebato y se disculpa, porque en su
intención primitiva no figuraba ni remotamente la posibilidad de intentar
sustituir a los tribunos de la plebe o del púlpito. Mejor se reincopora a su
clónica, establece sus límites y se afana en sacar, lo mejor posible, la
clónica de la realidad del día. Lo indicado, hoy, pues, es comenzar por el
final, donde Millás también escoge la realidad como motivo central de su
columna. A Clonista le sabe mal la coincidencia porque no quisiera estar
escribiendo nada que siguiera una moda o que pudiera trivializarse mediante el
humor socarrón. Más coincidencias: repasando los aforismos del Lucidario de Luis Valdesueiro, Clonista ha encontrado una
declaración de principios que no puede obviar: SOSPECHO que no le falta razón a Clément Rosset: aceptar lo real, con
todas sus consecuencias, es tarea que desborda nuestras capacidades. Así pues,
no es extraño que caigamos víctimas de la ilusión, esa percepción inútil, ese
dejar a un lado lo real para vivir como si lo real no existiera. La ilusión nos
permite vivir las cosas como si fueran distintas de su ser, es decir, siendo
como suponemos (o queremos suponer) que son. El iluso ve, pero acto seguido
mira hacia otro lado. En nuestra lengua, la ilusión es, además, apetencia
esperanzada de algo. Tener ilusión significa, entonces, creer que los actos
sellarán nuestros deseos. Ya no se trata de soslayar lo real, sino de anticiparlo.
¿Y dónde anida la desilusión? En que las cosas terminan siendo lo que son -pura
realidad-, ajenas a nuestro deseo. Sentimos, entonces, que el pérfido destino
nos ha herido con traición. El argumento de la tragedia se basa en que nadie
escapa a su destino, a lo real, ya que lo real es nuestro único destino real. He ahí una hermosa síntesis de la pasión
inútil que mantiene a Clonista contra viento y marea, con ademán de lobo marino
que desafía a la bestia de la
desilusión, al timón de esta travesía no exenta de adversidades. Casi todos los
esfuerzos inútiles tienen una belleza difícil de ser apreciada, pero
arrebatadora cuando se la descubre. En esa ilusión
bifronte permanece. Los casi sesenta años de paz en el núcleo duro del
continente europeo nos hacen contemplar los enfrentamientos periféricos como
una anomalía, cuando son la manifestación más humana posible. Quizás por esa
razón la realidad levantada sobre esas muertes continuas, sobre esas víctimas
casi exóticas, cae del lado de lo escénico. Por estos lares (popu) el gobierno
sigue maniobrando para copar la dirección de la justicia y las salas donde
podría decidirse sobre la responsabilidad de los ministros amenazados. A la
justicia su sondeo la aprobaba; el clamor unánime del pueblo -manifestado en
otros sondeos- la suspende. El alcalde de Jerez dijo que la Justicia era un
cachondeo. La frase ha quedado en los anales políticos, y los jueces parecen
empeñados en querer confirmarla un día sí y al otro también. A veces Clonista
siente la profunda vergüenza de estar atreviéndose con un despropósito que se
reviste de insolencia, siendo un insensato atrevimiento. En todo caso, aquí
sigue, amarrado a ese continuo, en unas ocasiones difuso, en otras nítido, de
la realidad. ¿No resulta bien patética, en la escena de esa realidad de mil
hilos de la vuelta de la trama, la "comprensión" del Papa -en España
Ppappa- hacia los sacerdotes pederastas condenados urbi et orbi, echándole las
culpas al "libertinaje sexual que se ha creado en el mundo"? ¿Cómo
iban a poder controlar los pobrecitos el desasosiego de su virilidad? ¡Ni que
fueran santos! La palabra se complementa con la imagen teatral, de teatro de
marionetas, de un Papa exprimido y agonizante que, una de dos, o está tan
compenetrado con el poder que solo la muerte lo separará de él, o no le dejan
permitirse el júbilo de la jubilación en ese mundo tan oscuro del opaco
Vaticano. He ahí una diminuta realidad que, inadvertida en la página, abrirá
las de muchas vidas a un futuro insospechado y lleno de posibles alicientes: los
taxis podrán compartirse. Clonista lo vivió en Nueva York, en 1980, y asistió,
en el curso de un trayecto, a la posibilidad de un cambio de trabajo del
taxista, pues uno de los viajeros parecía dispuesto, después de su breve pero
animada charla, a contratarlo. Por supuesto, las otras posibilidades, incluidas
las relaciones humanas, verán abrirse a sus pies un espacio tan reducido como
prometedor. Al lado de esa noticia, el cuadernillo económico palidece como un
museo de cera en Afganistán. Los dineros mueven el mundo, pero ¿también la
realidad? ¿Son la realidad los dineros? Clonista no se pronuncia. Ni se
inclina. En el juego de las grandes y las pequeñas realidades, el mundo de las
altas esferas y el de las pequeñas cosas, Clonista -aun a pesar de su acusada
(y acusadora) ingenuidad- sabe que hay cierto margen para la creatividad. O
llamémosle X.
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