8-2-02
El exceso
nos pierde. También el exceso de realidad prefabricada, dictada. No tanto
medios de comunicación de masas, cuanto medios de comunicación a las masas.
Suerte de que las masas, en términos absolutos, viven de espaldas al cuarto
poder y ni aun siquiera la televisión es capaz de crear un estado de opinión en
este país. ¿O no perdieron los socialistas el poder y “tenían” la televisión?
¿Vivimos con déficit de realidad? A este paso diario -que devora las semanas
como los partidos políticos las estadísticas- es probable que acabe
preguntándose el Clonista lo obvio, si existe la realidad. Después se embarcará
en la nave del deseo, tal vez la nave de los locos y, finalmente, arribará al
puerto levitante del sueño. Desde él es posible que la realidad gane muchos
enteros, e incluso que toda ella aparezca en su totalidad, no como ahora la
percibe: fragmentos de apocalipsis, por ponerle título torrentino. Los viernes
son días solitarios. A última hora de la tarde hay una realidad de empleados
solos que llenan los cestos del supermercado con comida preparada, caprichos de
gourmet de pueblo -calorías basura a espuertas-, y a quienes se les adivina el
derrumbamiento de su dinamismo, una suerte de cansancio mecánico que les vela
la mirada, les endurece el rictus y hasta les aja el terno que tan flamante
comenzó el día. No llevan periódico bajo el brazo. Y se intuye en su mirada el
consuelo de un televisor ante el que se quedarán dormidos, vencidos por el esfuerzo
del éxito. También el Clonista ha
dedicado el viernes a la intendencia, que, a su modo, es relación con
realidades humanas y comerciales. Y en ningún momento, entre merluzas,
berenjenas, cigalitas, cabezas de rape y mandarinas se ha acordado de quienes
ahora sí se acuerda, como el coronel venezolano que ha desafiado a Chávez, o el
repugnante Sharon acordando con Bush la continuación de sus asesinatos de
estado, que no guerra, pues es imposible por la desigualdad de los
contendientes; también se le ha quedado
la copla razonable del ministro de Blair pidiendo que los inmigrantes, antes de
serles concedida la nacionalidad acaten, por así decirlo, y cumplan la
constitución, es decir, que dominen el idioma del país y acepten su
ordenamiento jurídico, aunque choque con las creencias que llevan consigo al país de acogida; ¡y cómo no
se le iba a quedar grabada a fuego la salvaje acometida de dos pit-bulls a una
empleada de Correos que hacía su reparto tan tranquila, ajena a lo que se le
vino encima! No sólo al dueño debería denunciar la sufrida cartera ante la
justicia -los perros le han desfigurado la cara con sus mordiscos-, sino
también a las autoridades que permiten la tenencia de esas mortíferas armas
blancas imprevisibles en manos de vecinos negligentes, y lo toleran con una
indiferencia rayana en el desprecio. Y el Clonista sabe de lo que habla, porque
fue perseguido por un rottweiler mientras corría por el parque de L’escorxador
y nunca antes se había sentido tan humilde e indefenso conejillo, y no de
indias, en su vida, pues supo que, si le cazaba, aquel perrazo conocía
exactamente la ubicación de la yugular. Tanto fue su pavor que, a cada
entregada repetición del suceso el rottweiler fue creciendo hasta acabar como
los caballos tras el paso por una comisión de la CEE, es decir, convertido en
un camello, según chistecillo de burócratas que le oyó el Clonista a Manuel Marín. O sea, que la experiencia
personal activa la representación de la realidad, pero la distancia inserta en
la recepción del hecho una frialdad que frustra la solidaridad, en este
caso. Tal vez la lectura solitaria del
periódico sea el error. Quizás deberíamos leerlo en grupo, socializar la
lectura del mundo. Hay que pensar en ello, y nada mejor que retirarse a los
brazos de Morfeo para hacerlo en el dilatado umbral por el que se accede a su
seducción abductora.
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